sábado, 21 de abril de 2012

Los sapos

Al salir del chalet, Galundia recuerda que se detuvo a contemplar el cielo bajo, submarino, la bruma de la mañana borraba los castaños del parque, el capot, los vidrios del auto parecían transpirar agua sucia. Recuerda que sorteó las calles del barrio, tomó la colectora y subió a la autopista abstraído en el trabajo: en el estudio esperaba una semana movida, había que armar una reunión preparatoria por la licitación y estaban las entrevistas para tomar nuevo arquitecto. A pesar de la hora temprana el tránsito era nutrido, pasando las torres de la planta de gas encendió la radio. Recuerda que sucedió en ese momento: a la altura del tercer carril, estirado transversalmente en el asfalto vio el bulto inmóvil y un camión alto con dispositivo frigorífico que lo pasaba por encima. Fue una fracción de segundo, a esa velocidad y con los vidrios mojados, era posible confundir aquello con cualquier otra cosa.

Durante el día, mientras trabajaba en la mesa de dibujo, recuerda Galundia, esa imagen fugaz le vino a la cabeza una y otra vez. A la mañana siguiente, al reconocer las torres de la planta de gas instintivamente bajó la velocidad y buscó, de golpe le temblaron las manos en el volante: allí estaba, como lo temía era un cuerpo. Arriesgando una maniobra prohibida cambió de carril, se volcó hacia la izquierda y se detuve unos cincuenta metros adelante. No parecía un pordiosero, era un hombre de mediana edad, aunque en el asfalto no había sangre, se notaba que estaba destrozado, tenía sectores, principalmente las piernas y el abdomen, que estaban como aplanados, aplastados contra la ruta. ¿Podía ser que estuviera desde la mañana anterior? ¿Que lo pasasen por encima una y otra vez? ¿Qué nadie hubiese intervenido? Recuerda que se puso a hacer señas con las manos, que instaló las balisas del auto: la idea de detener el tránsito de la autopista era tan descabellada como la presencia de aquel cadáver. Después de un rato y a riesgo de que lo llevaran por delante, no tuvo mas remedio que subir al auto y seguir camino.

Cuando llegó al estudio llamó al 101 e hizo la denuncia, un Policía de voz apática le tomó los datos. Sentado frente a la computadora y más tarde en la mesa de dibujo Galundia ya no pudo desprenderse de la imagen turbadora: un pobre tipo extendido en la ruta y decenas, cientos de automóviles pasando una y otra vez, machacando su cuerpo inerme contra el asfalto.

Por la tarde comenzaron las entrevistas con los arquitectos y con su socio tuvieron la primera reunión por la licitación. Bosquejos, cálculos, discusiones filosas sobre porcentajes, costos, ganancias. Emprendió el viaje de regreso con la cabeza retumbante: si el proyecto salía y firmaban estarían a cargo la construcción de tres supermercados de una cadena importante, con la posibilidad de otros tres si la empresa quedaba satisfecha, su socio estaba enloquecido, no paraba de moverse y de palmearlo, preguntándole cada dos minutos qué pensaba. A unos dos kilómetros del peaje, a la altura de la curva grande, recuerda, vio aparecer el segundo: estaba junto al guardarail, por el tamaño parecía un chico, tenía la cabeza como irreal, completamente aplanada contra el pavimento. Volvió a detenerse. ¿Qué cosa estaba sucediendo? Sin dudas algo grave, pero no alcanzaba a comprender, no lograba discernir. ¿Debía intervenir, debía hacer algo?¿Y mientras él se interrogaba qué, un inocente era machacado una y otra vez contra la ruta? Caminó un par de metros por la banquina y se detuvo, volvió sobre sus pasos. Desde la superficie elevada de la autopista, la noche densa de los suburbios parecía decir otra cosa: todo encajaba en su molde, el mundo rotaba sobre su eje, la gente se reunía alrededor de sus mesas.

Durante la cena pensó en hablar con Emilia, pero no era la mejor idea, desde la mudanza su mujer se mostraba susceptible, si le contaba empezaría a decir que debían volver al centro, regresar al departamento disponible de sus padres, para Emilia el mundo exterior era pura amenaza. Después de acostar a su hijo, recuerda Galundia que prendió el televisor y busco en los informativos: la guerra en Medio Oriente, el adelanto de las elecciones, ni palabra sobre el tema.

En el viaje de ida del día siguiente avistó otros dos: un hombre y una mujer, boca abajo, tomados ridículamente de la mano, ocupaban los dos carriles centrales. Los automovilistas para sortearlos ni siquiera aminoraban la velocidad. A esta altura, recuerda, comenzó a dudar de su cordura. Todo parecía real, pero si se dejaba llevar por el entorno el suceso completo podía no ser más que el libreto de una película fantástica nacida de su imaginación. Al mediodía, no supo o no pudo contenerse y sacó el tema en el estudio. Sucedió mientras almorzaban, su socio, cuando no, insistía con la licitación, cuando él lo cortó en seco señalando lo de los cuerpos.

- ¡Algo escuché!–dijo Carlos, notó su crispación. Y a continuación se hizo un silencio tan incómodo que él mismo, recuerda, volvió a hablar de los supermercados y las posibilidades de crecimiento que representaba un contrato así para el estudio y para sus carreras.

Por la noche, como lo temía, tuvo una pesadilla: viajaba con su automóvil por una superficie negra y plana, los cadáveres se iban descolgando del horizonte recto, se asomaban de a dos, de a tres, pero se anunciaban y él podía esquivarlos con un leve movimiento de volante. La velocidad y la frecuencia de las apariciones aumentaba, de golpe la dirección no respondía, los controles del auto parecían enloquecer. Espantado, comprendía lo que significaba: en el horizonte recto aparecían cuatro, cinco cuerpos, la dirección del auto vacilaba, parecía optar por uno y se encaminaba directo hacia él para arrollarlo. En el momento del impacto, como en un videogame, la imagen se cortaba y todo volvía al principio.

En los días siguientes, recuerda Galundia, el fenómeno se multiplicó. Sólo en su tramo, entre el viaje de ida y el de vuelta podía contar más de veinte cuerpos. Ante lo grosero de la situación, los noticieros ahora sí acusaban recibo, hablaban de "fenómeno irracional", de "inmolaciones incomprensibles". El Servicio de Autopistas aconsejaba no hacer maniobras bruscas para evitar accidentes en cadena.

Con los nervios en tensión creciente, Galundia descubrió que había iba elaborando un mapa mental con la ubicación de cada uno de los cuerpos. Una ruta íntima dentro de la ruta original, por la que debía ensayar un cuidadoso recorrido, con variaciones de marchas, velocidades, desvíos y arriesgados cambios de carril. Definitivamente estaba perdiendo la razón. ¿Por qué parecía ser el único afectado? ¿Quién lo había dispuesto? ¿Por qué no podía actuar como el resto, apretar el acelerador y atravesar el obstáculo?¿Y si se trataba realmente de gente desesperada, de "expulsados del sistema", como propalaban por la radio? Había que seguir, tenía obligaciones, un trabajo, una familia que cuidar.

Aquella, recuerda Galundia, fue la peor semana de su vida y por suerte llegaba a su fin. Era viernes, a ultima hora de la tarde había perdido el rastro de su socio, y tuvo que completar solo las últimas dos entrevistas. Emprendió el camino regreso agotado, pensando en dormir, pensando en vacaciones, en desaparecer para siempre: podían escaparse a Uruguay con Emilia y su hijo, un fin de semana largo, a una playa vacía, Carlos no podría poner reparos. Prendió la radio buscando alguna música sosegada, recuerda que la noche profunda auguraba buen tiempo. Pasando el peaje, a unos quinientos metros de la bajada a la colectora, sucedió: Galundia no alcanzó a ver, sólo sintió el cimbronazo, un golpe leve, más que nada una vibración en la planta de los pies y en el volante, como cuando uno cruza a velocidad un paso a nivel, el entubamiento de una alcantarilla, o una loma de burro, no mucho más.-

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