domingo, 8 de abril de 2012

Supercampetti

Lo veo moverse, mochila en la espalda, gorra de baseball, siempre a pie. Transita por veredas atestadas, esquivando cadetes, automóviles, ciclomotores. Su aspecto es el de tantos NNs de gran ciudad cruzándose en la hora pico. Supercampetti se mimetiza, es parte de esa selva pero –sin embargo- algo secreto lo distingue. Si nos tomásemos unos segundos en observarlo descubriríamos que sus ojos son dos radares, va al acecho, con los sentidos alertas. Cuidado, no se trata de uno de estos trastornados que hablan y se contestan solos, o discuten con los semáforos. Claro que no. Sucede que sencillamente sabe que tiene una misión, que la ciudad caótica y quienes la padecen requieren de su trabajo. Supercampetti vigila y en el momento preciso entra en acción.

Algo para incorporar -y esto, creo, es importante- el héroe no ignora que lo supervisan. Si volvemos a observarlo otro par de segundos notaremos que por momentos sonríe, es una sonrisa velada, un poco socarrona, porque sabe que las agencias que imparten la justicia universal monitorean su trabajo, a través de los satélites controlan cada uno de sus movimientos y no va a pasar mucho tiempo para que establezcan contacto con él para requerir sus servicios.

Mientras tanto -y de eso tratan estas líneas- hay cuestiones en las que Supercampetti debe trabajar con cierta constancia. Los automovilistas. ¿Qué concepto tienen los automovilistas sobre su circulación por las calles?, se plantea el paladín. Se responde sin dudar: son los dueños, para ellos los peatones tienen la entidad de un cartel publicitario, un cesto de residuos, o un volquete. Sabe que si cruza por la senda peatonal de una bocacalle el automovilista que doble no va a detenerse. Así se trate de un discapacitado, un anciano, o una mujer a punto de parir, no les dejará paso.

Veamos cual es la estrategia ante el abuso. Supercampetti navega en la multitud, es uno más en aquel enjambre revuelto y ensimismado, de golpe se detiene en una esquina, supongamos, Corrientes y Suipacha. Tarareando, espera que se junte un grupo numeroso de peatones esperando la habilitación del semáforo, se coloca al frente, cuando la luz les da paso y advierte que un automovilista va a doblar sin detenerse, se deja ir simulando el atropellamiento (descuiden: ha practicado, un entrenamiento concienzudo en choques y caídas impiden cualquier herida), rueda aparatosamente sobre el capot del automóvil y cae sobre el asfalto. Se corta el tránsito, gran acumulación de curiosos, el héroe simula convulsiones, luego un desvanecimiento, unos llaman al SAME y atienden a la víctima, otros comienzan a golpear el techo del conductor desaprensivo, lo insultan, le salivan el parabrisas, intentan sacarlo del auto para golpearlo, momento que él aprovecha para incorporarse y perderse entre la multitud.

Es una operación acotada, podrá objetarse, ¿en ese preciso momento, en cuantas esquinas de la gran ciudad sucede algo parecido?  No importa, el héroe confía en la efectividad de la acción: las realidades vergonzantes expuestas crudamente en el propio escenario dónde se manifiestan, son más instructivas que vagos códigos de transito o inútiles campañas sobre inseguridad vial. Es una siembra lenta, se dice, en la que él encarna al guía que da el primer paso y muestra el camino, luego las propias víctimas del abuso son las que, de golpe, desperezan sus conciencias y toman la justicia en mano propia.

Segundo capítulo: las ventanillas de atención al público. El paladín zigzaguea por aceras estrechas, atropella y es atropellado, respira el humo tóxico de los escapes cuando, de repente, su fina percepción lo hace plantarse en seco: frente a él, las puertas vidriadas de un fastuoso Banco tragan y escupen gente. En la mochila, junto a un sándwich de jamón y queso, el antitranspirante en aerosol y un chalequito de lana por si refresca, Supercampetti lleva una factura de gas y otra de teléfono listas para entrar en acción. Esgrimiéndolas, ingresa a la entidad bancaria y marcha hacia el sector de Cajas. Allí, como de costumbre, hay una larga cola de clientes y de tres ventanillas sólo atiende un cajero. Se ubica en el último puesto, con expresión ausente deja pasar unos minutos para permitir que crezca la fila, y en el momento preciso, paseando una mirada distraída por el techo, dice:
- ¡Pst, cómo si no tuviera nada que hacer!
Sin necesidad de desviar la vista, percibe que varios de sus vecinos se remueven en sus sitios: el virus ha sido inoculado. Segundos después, ya mirando de lleno a alguien y levantando la voz, agrega:
- ¡Pst, yo no sé! ¡Menos mal que son las cajas para clientes!
- ¡La misma historia de siempre, señor! –explota el primero
- Es verdad, ¿me quiere decir porque no atienden las otras ventanillas?
- ¡Somos peor que ganado! ¡Hay que hacer algo! –grita un tercero.
Y ya no habrá retorno: la cola comienza a sacudirse, a sacudirse y finalmente se rompe. Gritos destemplados, puños en alto, algunos avanzan sobre el pálido cajero, otros acometen contra los mostradores. Supercampetti guarda serenamente las facturas en la mochila y se dirige hacia la salida. Antes de trasponer el blindex, gira para echar una última mirada a su obra: alguien parado sobre un mostrador ha comenzado a sacarse la ropa, otro salta como un poseído esgrimiendo un matafuego que apunta en dirección a la Gerencia.

El ser humano se comporta como manada -razona instantes después el paladín- la rutina y el vértigo ciudadano lo van embruteciendo hasta transformarlo casi en un simulacro. La banca transnacional no ignora esa debilidad, una cartera de clientes sojuzgados, que acatan mansamente el destrato, favorece sus negocios especulativos. Por eso está él allí, encarnación del héroe moderno, sin capa, sin visión de Rayos X, sin velocidad supersónica, para socavar con astucia los cimientos de la mezquindad humana, para ayudar a conformar ciudadanos demandantes, que respeten las normas pero que también luchen por sus derechos.

 
Supercampetti prosigue con su periplo, ayuda a cruzar a un no vidente, se interpone entre un colectivero y un taxista que intentan irse a las manos y los hace amigarse. Esa mañana ha trabajado bien –piensa- concentrado. Trata de imaginar el puntaje que califique su desempeño: ¿Qué estará viendo de su labor la poderosa agencia secreta norteamericana? Sus satélites espías pueden lograr acercamientos inimaginables. Junto a ellos, los israelíes y la mítica KGB rusa también están en la búsqueda de nuevos valores; aunque, lejos, su preferido es el MI5, la agencia al servicio de la Corona de Inglaterra. Ojalá lo convoquen pronto, se dice, seguramente se encargará de trabajos más complejos, tal vez deba ponerse a dieta, vestir trajes sofisticados, aprender idiomas.

Es la hora del almuerzo. El paladín sabe como nadie que el mediodía -cuando los oficinistas salen para su media hora, los bares se colman, y los embotellamientos alcanzan su cenit- es un momento crítico. Pensando en su propia subsistencia extrae de la mochila el sándwich de jamón y queso y se detiene en un kiosco para comprar un yogur bebible de frutas del trópico. Instantes después, marcha limpiándose la boca con una servilletita cuando ve salir de un edificio a una atractiva señora llevando de la correa a su perro.

Y aquí –si me permiten- quiero abordar una escaramuza menor, casi un divertimento en el apretado “orden del día” del héroe: la deposición de los perros. Dueños desaprensivos que utilizan las veredas transitadas para baño de sus canes. No es necesario abundar sobre las molestias y las sucias consecuencias de este accionar descomedido.

Identificado el objetivo, Supercampetti cruza la calle y emprende un seguimiento a distancia. Para esta acción se ha preparado a conciencia, recuerda con un dejo de nostalgia las arduas jornadas de entrenamiento junto oscuros escruchantes del transporte público, imitando tácticas, rápidos movimientos de mano, hasta lograr la presteza necesaria.

Volviendo a la acción, a escasos cincuenta metros dama y perro se detienen, y –como era previsible- la bestia ensaya esa postura tan poco feliz que adopta el mamífero (ser humano incluido) al momento de la evacuación. El inocente comienza a ensuciar la vereda, mientras la dueña saca el celular de la cartera y simula atender un llamado urgente. Siempre a una distancia prudencial, al tiempo que se coloca el par de guantes descartables necesarios para la acción, Supercampetti acecha y aguarda. Una vez que el perro ha concluido (dos humeantes unidades de buen tamaño han visto la luz), la mujer parece volver al presente, guarda el teléfono y, tirando de la cuerda, abandona a velocidad la escena crimen. El paladín urbano entra en acción: se mueve con rapidez en dirección a la deposición, con una ágil flexión de cintura en un mismo impulso alza los excrementos con una mano y prosigue la marcha en dirección a su presa. Ante un accionar tan rápido, la gente no percibe nada anormal. En una docena de zancadas, Supercampetti ya está a un paso de la delincuente, tiene una fracción de segundo para elegir el destino: ¿el bolsillo del coqueto tapado de paño o el interior de la cartera de diseño, de marca conocida? La cartera parece ir bastante cargada (además del celular, el héroe imagina un set de maquillaje, una agenda, un perfume importado, hebillas, tal vez una ajada carta de amor; objetos que a partir de su decisión pasarán a convivir, estima que no muy felices, con el par de nuevos inquilinos) Se inclina por la última opción: pegándose a la espalda de la mujer, con la mano libre abre sin problemas la traba de la cartera, con la izquierda encesta la deposición del perro y –nuevamente con la derecha- vuelve a cerrarla. A su alrededor, nuevamente la gente no ha notado nada. Y allí se queda el paladín, mientras se saca los guantes y ubica un cesto de residuos para descartarlos, observa el alejamiento del dúo. Se entretiene en imaginar qué sucederá cuando se abra esa cartera: ¿Que pensamiento cruzará por la mente de la dama? ¿Identificará la caca? ¿Hablará de lo sucedido o guardará el secreto? ¿Atribuirá al fenómeno alguna explicación religiosa, o creerá que se ha vuelto loca?

A pesar de un claro sentimiento de deber cumplido, Supercampetti retiene un sabor agridulce en la boca. ¿Por qué –piensa- cada acción ofensiva, transgresora o abiertamente delictiva le despiertan algo parecido a la piedad? Tal vez, en el accionar de aquella pobre gente más que la maldad, lo que prima es la desorientación, el aturdimiento. Pero en el acto se dice que no debe dejar germinar pensamientos que lo debiliten. Y aquí –si me permiten- quiero hacerles apreciar al superhéroe en toda su magnitud. Un carácter duro, inquebrantable, que a pesar del mérito de su labor, da espacio a las dudas y contradicciones más humanas.

Supercampetti retoma su camino con el espíritu indemne, aún le restan algunas horas de de trabajo, pero ya no vale la pena detenernos en detalles. Entre una media docena de acciones, baste saber que asiste a un alumbramiento de trillizos en un interno de la línea Tigre-Constitución, cubre con su propia humanidad un bache del tamaño de un cráter para que lo atraviese una Salita Verde completa, docentes incluidas, e interviene en dos hipermercados para que se respete la disposición “caja rápida máximo 15 unidades”.

Es el atardecer, las calles, momentos antes fragorosas, comienzan a vaciarse. La gente abandona por unas horas la ciega ambición y regresa a sus hogares. Supercampetti marcha hacia su cuarto de soltero, piensa en su madre, que ignorante de la verdadera identidad del héroe no ceja en repetirle el consabido mandato de esposa, familia y trabajo honesto. Soledad e incomprensión –cavila el paladín - quizás sean el precio que él y los que son como él, deban pagar para que el mundo continúe siendo en un lugar digno, donde imaginar un futuro.

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