domingo, 24 de noviembre de 2013

La mano del Luis


Fue el gordo Héctor el que vino con eso de que lo había visto salir al Luis de un “telo” con una vieja.

- ¿Cómo con una vieja? –pregunté yo.

- Una vieja: rodete, agujas de tejer, biscochuelo para los nietos. ¿No sabés lo que es una vieja?

- Imposible –saltó el Colorado. El Gordo lo miró con hosquedad:

- ¿Me ves cara de estar jodiendo?

Qué bárbaro, me quedé pensando, justo alguien como el Luis. El accidente debía haberle afectado algo en la sesera, no había otra explicación. Para quien no lo conoce, el Luis es un ser único. Como explicarlo: el tipo es un sex symbol, un galán en todos los aspectos de su existencia. Quizá por eso el Bobina, que es la envidia con patas, no lo traga. Según se dijo, el accidente había sido una cosa totalmente pelotuda: el Luis que viene con el taxi por Alem, tranqui, escuchando un caset de Arjona o de César “Banana” Pueyrredón, cuando a la altura del Correo se roza con un interno de la línea 152 que venía pasando a otro, con la mala leche que justo en ese momento el Luis iba con el brazo afuera de la ventanilla tomando el fresco. El bondi le llevó mano, anillo, reloj, pulsera con las iniciales, todo. Con el Colorado planeamos ir a verlo al nosocomio en un par de oportunidades, pero por hache o por be nunca terminamos de decidirnos. Sabíamos que la habitación del Luis había sido un desfile de minas, que por lo de la mano le habían terminado haciendo un implante, y que ya hacía un tiempo que le habían dado de alta.

Ese viernes estábamos en la mesa de la vidriera, el Bobina con el suplemento deportivo y Héctor que no terminaba nunca de contar una discusión que había tenido con el farmacéutico que le vende las pastillas para la dieta, cuando por la vereda de la avenida lo vemos al Luis.

- Mirá quién se aproxima –digo.

El Bobina desvió los ojos del diario:

- ¡Cagamos, el sátiro de la mano! Háganse los boludos que sigue de largo.

- ¡Avisá, che! –dijo el Colorado y le golpeó el vidrio.

Cuando el Luis entró, pantalón pinzado, camisa con el cuello abierto, campera de gamuza arremangada, impecable como de costumbre, la tertulia lógicamente clavó los ojos ávidos en la mano: ver a un tipo al que le ponen la mano de otro chabón no es cosa de todos los días. El Luis, dueño en todo momento de la situación, la elevó distraídamente para acomodarse el pelo y se la introdujo en el bolsillo:

- ¡Qué dice la gilada!

- ¡Que hacés Luis!

- ¿Cómo andás?

- Acá con los muchachos tenemos un problema, no nos darías una mano -dijo el gordo. El Colorado y el Bobina ahogaron la carcajada.

El Luis, inmutable, pidió un fernet, sacó un atado de Benson y lo tiró en la mesa para que nos sirviéramos. Hubo unos segundos en que, como quien dice, nadie se atrevió a arrojar la primera piedra.

- Bueno, dale, mostrala –se impacientó el gordo. El Luis con gestos medidos  sacó la mano del bolsillo y como si fuera la pieza que recibe el premio mayor en la Fiesta Nacional del Surubí, la apoyó delicadamente sobre la mesa. Para el que esperaba algo impresionante la verdad que fue una desilusión: cinco dedos, anillo y pulserita nuevas: una mano como cualquier otra.

- ¿Y no te da asco morderte las uñas? –se interesó el Colorado. El Luis, plácido, sin hacer bandera, digamos, parecía soportar la curiosidad malsana sin mayores contrariedades. Recién ahí el Bobina apartó el suplemento deportivo:

- Che Luis y cambiando de tema... –dijo poniendo su mejor tono de hijo de puta- vos que te bajás un número considerable de potras, ¿es verdad que le estás dando para que tenga a una de ochenta?

Al Luis se le transformó la cara:

 -  ¡Avisá, nada que ver!

- Cómo nada que ver, no te hagás el gil, si acá el amigo Héctor, te vio salir del “telo”.

- Te repito, nada que ver...

Se hizo un silencio incómodo, la voz del Luis salió forzada:

- Eso es otra historia.

- Y contá, contá –acotó el Colorado frotándose las manos.

- Tal vez en otra ocasión, Colorado.

- ¡Dale, no te hagas rogar! –presionó el gordo.

El Luis se mantuvo unos segundos de perfil, la vista perdida en la acera de enfrente, era propiamente el Claudio Levrino en “Un mundo de veinte asientos”, le dio un sorbo corto al fernet y de golpe bajó la vista:

- Tuve algunos problemas.

- ¿Qué problemas? –pregunté yo. El Luis deslizó la vista por la mano como si acariciara el capot de su Peugeot gasolero:

- De adaptación...-dijo- Fue al mes del implante, como no sentía molestias y la herida en la muñeca había cicatrizado, el médico me dijo que podía volver al taxi...

- ¿Tan pronto?

- Efectivamente. El primer día fue como cualquier otro, podía agarrar el volante, acomodar el espejo, mover la palanca de la luz de giro, todo lo más  bien. Al siguiente,  vengo por Av. de Mayo, altura Tacuarí, cuando sube un viejo, de golpe siento un hormigueo, la mano que se suelta del volante, se mueve hacia el asiento de atrás y le palmea la pelada al tipo.

- ¡A la mierda! –el Colorado dio un respingo en la silla.

- Juá, juá, dejate de joder –se rió, sobrador, el Bobina.

- ¡Si se me van a cagar de risa me paro y me voy! –protestó el Luis semi-incorporándose.

- No le hagás caso a éste, vos seguí –medió el gordo. El Luis se acomodó en la silla y me miró como buscando un sostén:

- Ubicate en la situación, Oscarcito, el viejo que me ojea como para comerme y yo que no sé que carajo hacer: para zafar empecé a decir disparates, cosas de trastornado, el tipo se bajó a las dos cuadras despavorido. Esa mañana no pasó nada más, hasta que a media tarde la mano que sale por la ventanilla y saluda a una mina que iba con un changuito de las compras. Me dije: “Luisito, acá algo no funciona” Así que me vuelvo a la clínica, hablo con el cirujano que me había operado: No  se haga problemas –me dice el tipo- lo que a usted le ocurre es muy normal. ¿Cómo va a ser normal andar saludando a gente desconocida por la calle, doctor? -le digo. Es que precisamente no es gente desconocida –me contesta el tipo.

- ¡Que hijo de puta! ¡Los médicos son unos turros, es creer o reventar! –se indignó el Colorado.

- Para mí que te estaba cargando –dijo el Gordo

- Lo mismo pensé yo, Héctor: Mi problema es muy serio como para que encima se ponga a tomarme el pelo, doctor, le digo. Déjeme explicarle –me dice el tipo- ocurre que muchas veces los miembros que nosotros trasplantamos tienen recuerdos, sienten nostalgia de su vida anterior...

- Pará, pará –interrumpe el gordo- ¿Entonces el viejo del colectivo y la mina del changuito, venían a ser conocidos del dueño original de tu mano?

- Exacto –aprobó el Luis.

El gordo manoteó un cigarrillo del atado que estaba en la mesa y lo movió entre los labios, satisfecho. Nos quedamos unos segundos en silencio escuchando el lamento acatarrado de la máquina del café.

- Quedé como aturdido –retomó el Luis- ¿pero entonces qué tengo que hacer? -le pregunto. Por ahora nada –me dice el médico- si su mano extraña no es bueno contrariarla, porque puede sufrir un rechazo y tendríamos que amputársela.

- Qué situación jodida –dije.

El Bobina corrió ruidosamente la silla y metió otra vez la cara en el suplemento deportivo, el Luis me registró con simpatía.

- Y... me quedé preocupado, Oscarcito, no te voy a engañar. Un sábado a la tarde me empilcho, cazo un ramo de flores y me voy a visitar a una mina que tengo por Colegiales, y resulta que la mina esta no se encuentra, me había dejado un papelito diciendo que estaba en lo de la pedicura. Entonces me cruzo a la plaza de enfrente a esperarla sentado en un banco. Ni bien me apoyo en el banco la mano que se pone como loca, cómo explicarlo: era un hormigueo mucho más fuerte que las veces anteriores, y en ese momento la veo a la mujer sentada en el banco.

- ¿Qué mujer?

- Martirio Barrile viuda de Crocco...

- ¿Quién? –dice el Colorado.

- La vieja del “telo” –dedujo, rápido, el gordo Héctor.

- Exacto, la vieja del “telo”. Buenas -me dice. Pero, de golpe yo noto que la anciana esta me mira con una expresión rara, como de desconfianza: en el mismo momento, les juro que fue una fracción de segundo, la mano que se mueve como un periscopio, parece otear el aire y con la velocidad de un refucilo vuela y se le prende a la teta derecha.

- ¡No!

- ¡Qué decís, animal!

- Vos no tenés perdón de Dios –protestó el gordo- ¡Cómo vas a hacer una cosa así!

- ¡Me van a dejar hablar o no me van a dejar hablar! ¡Che, qué les pasa!...-lo corta el Luis. Parecía fastidiado, el gordo se removió en la silla.

- Entonces la vieja esta, que se para de un salto, y es como que empezamos a forcejear, mientras yo trato de explicarle lo del implante, la mano que no le suelta la teta. Pensé: ahora me surte, me encaja un bollo, se pone a armar quilombo y termino en cana.

- No es para menos: le estabas manoteando un órgano sexual –dice el Colorado.

-  Pero no va que la vieja esta alza la cartera y desaparece. A partir de ahí les juro que  quedé como estúpido, estuve sentado en esa plaza como seis horas: ni fui a lo de la mina, ni volví a mi casa. La mano, mientras tanto no paraba de hormiguearme. ¿Me estaré volviendo loco?, pensé. Y me dije que tenía que volver a ver a esta vieja, no sé, tenía que hablar con ella, sentía como un pálpito.

El Luis hizo otra pausa, el Colorado bajó una mirada indignada sobre la mano, recostada inocentemente sobre la mesa:

- ¡Que mano de mierda!

- En ella no hay culpa, Colorado –dijo el Luis con tono reflexivo– en todo caso si hay un responsable ese es el progreso irreversible de la ciencia.

El gordo se exaltó:

- Tal cuál, el progreso irreversible de la ciencia, que avanza sin tener en cuenta al ser humano, fijate sino lo que me está pasando a mí con las pastillas para adelgazar.

- ¿Y?  –se impacientó el Colorado- ¿Volvieron a verse?  

- Volví a la plaza durante dos semanas seguidas. Te juro que cada vez que me acercaba al banco, la mano cambiaba de personalidad, se ponía como loca. Y un jueves por la tarde la encontré. Siéntese -me dice la vieja, no parecía nerviosa ni asustada y yo pensé: antes que nada tengo que disculparme: Mire, doña... –empecé. No es necesario –me corta.

El Bobina, rojo de rabia, cerró el diario:

- Y ahí nomás la mano la hipnotizó, la agarró del cogote y se la llevó para el “telo”. ¡Dejate de joder! ¡Cómo se pueden tragar semejante sapo!

- ¿Vos por qué no seguís leyendo? –lo increpó el Colorado.

- Pero quien no tiene sus ratones, papá, es lo más natural del mundo. Acaso Héctor no sueña con voltearse a dos jugadoras de hockey mientras lo cagan a cintazos.

- Y eso que tiene que ver con lo que está contando –dijo el gordo, ruborizándose.

- Que todos tenemos a nuestro degenerado oculto, que es lo más natural del mundo. Por eso digo que éste tiene que asumirlo: si ahora lo calienta una de la tercera edad, lo caliente una de la tercera edad y dejémonos de tanto verso.

- ¡Por que no te vas a la concha de tu madre!

El Luis saltó de la silla y se le fue al humo, entre el Colorado y el Gordo lo sostuvieron:

- Pará. No le des bola.

 El Bobina, estupefacto, retrocedió hacia la barra.

- ¿Quién invita a la mesa a este boludo?

- Es un tarado mental, un resentido. Haceme caso: vos no te calentés –lo apaciguó el gordo.

El Luis se estiró las mangas de la campera, terminó de un trago el fernet y miró la hora:

- Bueno, resumiendo, esta señora Consuelo me cuenta que a ella también la habían operado el 23 de mayo, el mismo día que a mí y en la misma clínica. La había mordido un perro y tuvieron que hacerle un implante de glándula mamaria. Había ido a averiguar y para su operación habían utilizado la teta de una donante que había sufrido un accidente fatal un par de horas antes, el mismo accidente en el que había fallecido el donante de mi mano, y que ambos habían resultado ser marido y mujer.

El Colorado y el gordo abrieron la boca como dos pescados.

- ¡Increíble! –dije yo. 

El Luis nos relojeó uno a uno, como evaluando el efecto causado:

- Se imaginarán que cuando aclaramos la situación, yo entendí que había que hacer todo lo posible para permitir ese reencuentro. 

- Mas vale –dijo el Colorado- hiciste bien.

- Entonces la vieja dijo que por esa plaza pasaba mucha gente conocida, que no estaría bien visto que nos viesen, yo entonces propuse ir a un lugar más privado y ahí surgió lo del “telo”. Nos encontramos los jueves de seis a siete de la tarde, pedimos una pieza, nos recostamos en la cama,  mientras la mano y la teta se entienden, yo leo el Grafico o miro alguna película, y la vieja teje cosas para sus nietos.

El Luis se estiró en la silla dando por concluida la historia, Huguito había empezado a circular por las mesas recogiendo los ceniceros.

- Un acto de amor más allá de la muerte –reflexionó el Gordo.

El Colorado alzó de la mesa la mano del Luis y la estrechó con solemnidad:

- ¡Impresionante, varón, te juro que me emocionaste!

Nos quedamos inmóviles. Eran pasadas las nueve, en la calle ya no circulaba un alma, un rato más y habría que levantar campamento. Fue ahí que se escuchó la voz del Bobina, estaba en la otra punta de la barra, casi junto a la salida:

- Che, Luis, entonces si estaban ustedes dos, la teta de esa mujer y la mano del marido: cuando te clavaste a la vieja la cosa se hizo orgía.

Cuando el Luis corrió la silla, el Bobina ya iba por la mitad de cuadra: lo corrió hasta la esquina y una cuadra más hasta la avenida, después quiso volver a buscar el taxi para seguirlo, pero lo convencimos de que no iba a poder alcanzarlo, que mejor se quedara en el molde, que por lo de la operación y todo eso todavía debía estar en la etapa de convalecencia, que le dicen. ¿Para qué calentarse? El Bobina es así, envidioso, reventado, no hay vuelta que darle. No se banca que existan tipos excepcionales, seres distintos tocados por la varita mágica como el Luis.

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