martes, 20 de octubre de 2015

¡BESAME MUCHIIIOOOO!...

La elección era reñida, Maloney y Lubbek, habían recorrido el país, se habían disfrazado de obreros, de agricultores, de buzos tácticos. Habían visitado asociaciones de socorro, hospitales, estrechado manos sucias, compartido pizzas y hot dogs. Pero a pesar de tanto esfuerzo las diferencias entre ambos eran ínfimas.
Robert W. Maloney, el Presidente en ejercicio, luchaba por un segundo mandato. Su equipo de asesores, reunido desde hacía setenta y dos horas en el Salón Rectangular, no lograba dar con una idea decente. Peter Carretiere, el publicista de confianza del candidato, un viejo halcón en luchas electorales, pidió la palabra:
- Señor Presidente, con todo respeto, en situaciones como la presente, con cifras tan ajustadas y tal porcentaje de indecisos, la medida aconsejable es besar niños.
El equipo de campaña se sumió en un silencio admirado. ¡Besar niños! El poder del beso al niño en la sensibilidad de la masa, ¡una estrategia psicológica imbatible! Se hicieron los arreglos. Robert Maloney se subió a un helicóptero, en ocho horas visitó treinta y dos nurseries y sesenta y siete orfelinatos. Fue un esfuerzo encomiable: besó once mil doscientos quince bebes de pecho y catorce mil seis niños.
Agitados, los observadores del partido rival llegaron al bunker de William Lubbek con la calamitosa noticia.
- ¿Jefe, ya lo sabe?
- ¡Tranquilos! -el candidato opositor, un político veterano de basta experiencia en contiendas electorales, sabía qué hacer.
Esa noche, en el programa televisivo de Ronnie Salcedo, en lo más álgido de una interpelación con organizaciones sindicales, se escuchó un murmullo detrás de cámaras. Un asesor acercó a la mesa de debate la silla de ruedas de Carol Mary Oates, la mujer del candidato, hemipléjica por un accidente aéreo desde un par de años atrás. William Lubbek se inclinó sobre su esposa y con extrema dulzura sus labios se encontraron: fue un beso casto, marital.
¡Una estocada  irreprochable!. El beso de marido fiel conquistaba la adhesión inmediata de las poderosas ligas de familia, los grupos puritanos, el clero y las esposas decentemente casadas. A los que Lubbek, con astucia de tahúr, sumaba las asociaciones de minusválidos y discapacitados.
En el Salón Rectangular, las hojas de las encuestas volaron por el piso: “¡Por qué nadie lo pensó!”, parecía reprochar con la mirada  Robert Maloney. Los cinco puntos laboriosamente ganados con los niños, volvían a caer. El equipo citado de urgencia parecía hundirse en un nuevo clima de amenaza. Peter Carretiere no se entretuvo en preámbulos:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, de acuerdo a mi análisis y conforme a tendencias y otros datos relevantes, ¡lo aconsejable ahora es el beso al padre!
¡Notable! ¡Extraordinario! ¡La autoridad simbólica del beso al padre, al anciano de la tribu! ¡Qué poder de síntesis! ¿Cuántos votos representaba la tercera edad? Se consultaron nerviosamente los últimos registros. El comité de campaña volvió a actuar como un aceitado escuadrón de especialistas. El viejo Senador Robert Maloney no estaba en la Capital, se hallaba de vacaciones en las nevadas montañas de Wyoming con su tercera esposa. Hacia allí partieron. Pero había cierta dificultad: Maloney padre y Maloney hijo no se dirigían la palabra. Desde finales de la Guerra de Corea, el progenitor había expulsado del hogar al ahora Presidente por haber atropellado en estado de ebriedad a Jimmy, el gato siamés premiado de la familia.
Las negociaciones fueron arduas pero el viejo Senador accedió al beso filial por una nueva banca en el Senado y un permiso de pesca de por vida en los lagos de Disneyworld. 
Sin demoras, comenzaron a sonar los teléfonos:  el Club de Abuelos, la Federación de Numismáticos y Filatelistas, diversas asociaciones de veteranos, de solos y solas, adelantaban su voto favorable. Tres estados indecisos se volcaban por el Presidente. Las encuestas volvían  a sonreír.
El contraataque no se hizo esperar. El veterano William Lubbek y su equipo de campaña, en franca guerra declarada, salieron a besar minorías étnicas: mezquitas y sinagogas, mercados coreanos, locales de comida mexicana, trattorias italianas. El dispositivo opositor funcionaba de maravillas: el candidato y su escolta ingresaban en los establecimientos, sin preámbulos besaban a los presentes y tirando al aire boletas electorales se retiraban cantando “Bésame / bésame muchiiiooo...” Para grupos de riesgo, como enfermos contagiosos o musulmanes fundamentalistas se usaba un equipo de dobles.
Faltaba una semana para la elección, el clima de la contienda entraba en el frenesí de la recta final y la situación no había mejorado. En los distritos del Norte y Sudeste las encuestas registraban un virtual empate técnico. Llegaban noticias confusas de que en varios estados, en un desesperado impulso por conseguir votos, varios equipos de campaña habían enloquecido saliendo a la calle a besar indiscriminadamente.
En el Salón Rectangular, tras las palabras irrebatibles de Peter Carretiere, de pronto se hizo un silencio: en media hora el Presidente debía salir al aire para la confrontación final con William Lubbek.
- ¡Demasiado arriesgado! -se atrevió a comentar el Jefe de Prensa. Peter Carretiere ni siquiera lo miró. Sus ojos  de halcón estaban clavados en Robert W. Maloney:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, si usted confía en mí, esto es lo que corresponde!
Robert Maloney tragó saliva y se acomodó el nudo de la corbata mientras la maquilladora le empolvaba la frente.

El programa de Johnny Ribson era el clásico de los programas   políticos: el país entero estaba paralizado, el rating al tope, ciento cuarenta y cinco millones de televidentes pegados a la pantalla a la espera del debate final. Los candidatos en sendos estrados, enceguecidos por los reflectores, sonreían a la nada. El periodista estrella, Johnny Ribson, se demoraba en un largo prólogo exaltatorio de los postulantes. En el segundo bloque finalmente se le cedió la palabra al presidente en ejercicio: Robert W. Maloney miró con determinación a cámara y carraspeó:
- ¡Señores, señoras, queridos conciudadanos! -pero de golpe plegó el papel del discurso y se bajó del estrado.
Hubo un murmullo de confusión. El Presidente ahora caminaba hacia el estrado de su rival y entonces sucedió. Con un diestro movimiento de mano  aprisionó la nuca de Lubbek y lo atrajo hacia sí: fue un beso largo, denso, lúbrico. El beso agresivo del macho dominante que somete violentamente a su débil amante apropiándose de su voluntad, haciéndose dueño de su destino.
Los flashes captaron el parpadeo atónito y semiasfixiado del veterano Lubbek y un ¡Aaaah! de asombro de los equipos de asesores, de los productores, de la gente del piso, acompañó de fondo. ¡Fue la salida genial! ¡El plan maestro del más astuto halcón de la confrontación política!
Los ojos de Peter Carretiere en un extremo apartado del estudio, lejos del tumulto y la excitación, sonreían. La elección estaba definida.

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